Los rayos del sol entraron por mi ventana y golpearon mi rostro. Fatigado aún tras el largo viaje me incorporé y cogí mis oxidadas gafas de encima de la mesilla. Me incorporé y caminé hacia la ventana. La imponente silueta de la Estatua de la Libertad gobernaba la imagen de Nueva York desde aquel vetusto apartamento de Nueva Jersey. El resto de mis compañeros albaneses aún dormían ajenos a la inmensidad que la claridad del día había dejado al descubierto. No alcanzo a recordar cuantas noches pasamos hacinados en aquel mercante de bandera italiana. Días enteros sin ver el cielo escondidos al amparo de la oscuridad del cuarto de calderas. Aquel fue mi primer amanecer en mucho tiempo, la primera luz lejos de mi hogar. América era la tierra de las oportunidades frente a la decadencia del Este de Europa. En mi Albania natal no quedaba ya nada por lo que luchar o vivir, y a mis veinte años me sobraban fuerzas para luchar y ganas de vivir.
Me giré y mis ojos se clavaron en la puerta que la noche anterior se había cerrado para darme cobijo. Era el momento de abrirla, salir y no volver a entrar jamás. Era mi momento. Tras ella comenzaría mi vida y estrenaría mi libertad.
Me giré y mis ojos se clavaron en la puerta que la noche anterior se había cerrado para darme cobijo. Era el momento de abrirla, salir y no volver a entrar jamás. Era mi momento. Tras ella comenzaría mi vida y estrenaría mi libertad.
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