Hace muchos años, cuando mi pelo no era canoso ni mis manos tan arrugadas, cuando todavía se percibía el brillo de la juventud en mis ojos, cogí el poco dinero del que disponía por aquel entonces, algo de ropa y un par de fotos que aun conservo guardadas en aquel cajón y me fui.
Fueron muchas horas, miles diría yo, sentado en un banco de madera de aquel ruidoso tren. Llegué a Alemania con la certeza de que me comería el mundo. ¿Cuál fue mi sorpresa? No sabía ni pronunciar el nombre de la ciudad en la cual he residido durante cuarenta años de mi vida.
Comencé a trabajar en una fábrica de embotellamiento de cerveza. Recuerdo que el encargado no paraba de gritar palabras incomprensibles para mi, y para el resto de la cuadrilla de españoles que se habían decido a probar suerte igual que yo. La situación en España no es que fuera fácil, digamos. Mi madre, una mujer viuda con siete hijos a su cargo, no daba abasto para mantenernos a todos. Así que decidí buscar un trabajo para tenerla como una reina que era lo que se merecía. Pero España no era el lugar indicado para ello.
Después de unos cuantos años, trabajando intensamente, y enviando cada mes puntual, cierta cantidad de dinero, conseguí manejarme en la lengua germana y poco a poco relacionarme con los nativos de aquel país. Conocí a la que ahora es mi esposa, nos casamos y tuvimos tres hijos, que procuré inculcarles algo de la cultura española, de mi tierra, de mi añorada tierra.
Y pese a ser añorada, han pasado cuarenta años y me quedo aquí. Podría volver, pero ya nada me retiene, más que un par de recuerdos que estoy seguro que ya no están allí. Mas de la mitad de mi vida se ha ido configurando en esta ciudad de nombre impronunciable, que hoy es mi hogar.
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